Queridas hermanas y queridos hermanos:
Hoy celebramos la Fiesta de la Palabra. Una fiesta que sentimos particularmente cercana a nuestra comunidad. Desciende hasta sus raíces: de la Palabra de Dios, la Comunidad nació y es sostenida por ella todos los días, sin interrupción. Y cada uno de nosotros ha sido generado en la comunidad recibiendo el libro de la Biblia, la Biblia personal, para que fuese el alimento diario. Y hoy, al final de la liturgia, le pediremos a Dios la bendición sobre estas Biblias, alzándolas en nuestras manos para que sus páginas sigan siendo una bendición para nosotros y luz para nuestros pasos. Esto es lo que el Concilio había esperado: que la Biblia volviera a manos de los fieles. En la iglesia de Sant’Egidio, los dos altares, tanto el de la Palabra de Dios con varias Biblias, como el de los pobres con cruces, uno frente al otro, continúan enseñándonos fidelidad a estos cultos inseparables, a estos dos amores que ablandan el corazón. Y es bueno recordar hoy que el Papa Francisco, además de la fiesta de la Palabra de Dios, quería que la fiesta de los pobres también se celebrara todos los años. Vemos pues esa antigua intuición hoy inscrita en el calendario de la Iglesia universal.
Esta Fiesta de la Palabra es rica en significado ya en su ubicación. El Papa Francisco la colocó en el tercer domingo del tiempo ordinario, para vincularla a la semana de oración por la unidad de los cristianos, así como al comienzo de la predicación de Jesús. En la carta Aperuit illis: “No por mera coincidencia temporal: celebrar el domingo de la Palabra de Dios expresa un valor ecuménico, porque la Sagrada Escritura indica a quienes escuchan el camino a seguir para alcanzar una unidad auténtica y sólida”. De hecho, de la Palabra de Dios fluye una fuerza de unidad que une a todos aquellos que la escuchan con un corazón sincero. En estos días de oración por la unidad, los cristianos de diferentes tradiciones como un solo pueblo sacian su sed de la única fuente de la Palabra de Dios. Y así podemos responder a la invitación del apóstol Pablo a los Corintios, aún más apremiante hoy: “ Os insto, hermanos… a ser unánimes en el hablar, para que no haya divisiones entre vosotros, sino para que se mantengan unidos en un mismo pensar y en un mismo propósito” (1 Corintios 1:10). Y es realmente la escucha común de la única Palabra, la fuente entre nosotros y en toda la Iglesia.
El Evangelio que se nos ha anunciado nos lleva, podríamos decir, al origen de esta fiesta de la Palabra. El evangelista comienza con el Bautista encarcelado. Esa voz que gritó en el desierto ya no sonó mas. El desierto había vuelto a ser desierto, sin una sola palabra de vida. Jesús, sugiere el evangelista, no se resigna al desierto: deja Nazaret, su hogar, su familia, su trabajo. Y va a Galilea, una región periférica, entre las personas más pobres, excluidas y despreciadas. Y ahí comienza a hablar. Partiendo de nuevo de las palabras del Bautista: “Convertíos, porque el reino de los cielos está cerca”. La conversión comienza cuando el evangelio llega al corazón y lo empuja a una nueva vida. La experiencia de ese comienzo, no es la experiencia habitual en la Iglesia. Desde ese día en las costas del mar de Galilea hasta hoy, es la Palabra de Dios la que cambia el corazón de los discípulos y lo hace bueno y fuerte para el bien. Simon Pedro y Andrés, Jaime y Juan, aceptaron la invitación de Jesús y lo siguieron. No sin sentido lo escucharon de dos en dos, y juntos, incluso aunque fueran solo cuatro, siguieron al Maestro. Es la Palabra de Dios que une y que es escuchada juntos. Jesús no hizo discursos refinados. Hablaba un lenguaje simple, que ellos, pescadores, podían entender de inmediato: “Venid a mí, os haré pescadores de hombres”. Entendieron de inmediato que los había llamado para una nueva pesca, y ellos “inmediatamente dejaron las redes, la barca, el padre y lo siguieron”. El Evangelio, escuchado juntos, creó esa pequeña fraternidad que alargándose en la escucha y la comunicación se extiende hasta hoy día.
Queridas hermanas y queridos hermanos, esa escena antigua, narrada con sobriedad como para mostrar su ejemplaridad, se nos propone con renovada fuerza en esta Fiesta de la Palabra. El Señor nos llama nuevamente a ser pescadores de hombres en el mar de las muchas Galileas de este mundo. Nos llama con una urgencia nueva, nos pide una generosidad más audaz y creativa. Muchos esperan una luz que los caliente y los guíe en un nuevo camino. El Señor no deja de hablarnos y nos pide escuchar su Palabra, escucharla juntos: y todos creceremos en la inteligencia y el amor del Señor y de los pobres. La Palabra de Dios suscitará, una vez más, una energía que transformará nuestros corazones nuevamente y transformará la vida de muchos: hará que los jóvenes y los viejos caminen hacia un mundo nuevo, hará que los ciegos vean nuevos horizontes, hará saltar a los cojos hacia un reino de paz. Su fuerza nos empuja más allá del límite y más allá de los muros, y su luz en la noche aligerará nuestros pasos al guiarnos en la exploración apasionada de la humanidad que pide ayuda en todas partes. “Venid a mí, os haré pescadores de hombres”, nos repite el Señor. No nos demoremos, escuchemos su invitación nuevamente y sigámoslo: muchos serán consolados y salvados.