Evangelio (Lc 12,35-38) - En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Estad preparados, con vuestros vestidos atados a la cintura y vuestras lámparas encendidas; Sed como los que esperan a su señor cuando regresa de las bodas, para que cuando llegue y llame, al instante le abran la puerta. Bienaventurados aquellos siervos a quienes el amo encuentre aún despiertos a su regreso; de cierto os digo que se ajustará sus vestiduras a la cintura, los hará sentar a la mesa y vendrá a servirles. Y si, llegando en mitad de la noche o antes del amanecer, los encuentra así, ¡que suerte tengan!
El comentario al Evangelio de monseñor Vincenzo Paglia
Jesús contrasta al rico tonto sorprendido por la muerte con el discípulo que espera a su Señor. La vigilancia se convierte en una de las dimensiones espirituales fundamentales de la vida cristiana. A los que están replegados sobre sí mismos y se duermen sobre sus cosas se les pide que miren hacia arriba y esperen el regreso del Señor. Jesús dice: «Estad preparados, con vuestros vestidos atados a la cintura y vuestras lámparas encendidas». Tener las túnicas ceñidas significaba estar preparado para la acción inmediata. Así sucedió desde la noche de la huida de Egipto. Los israelitas debían tener sus vestiduras ceñidas, es decir, estar listos para partir inmediatamente (Éxodo 12:11). La lámpara encendida tenía el mismo significado: estar listo para correr incluso de noche. En verdad, el Señor está cada día a la puerta de nuestro corazón y llama, como escribe el Apocalipsis. Y quien se la abra será bienaventurado, porque tendrá una recompensa increíble: el mismo amo se convertirá en su siervo; se pondrá su manto, lo invitará a sentarse y él mismo vendrá a servirle. Los roles eran como si estuvieran invertidos. Parece increíble, pero ésta es precisamente la paradoja de la gracia que hemos recibido. El mismo Jesús se presenta como el que sirve. No sólo se presenta, sino que actúa como un siervo, como cuando, durante la Última Cena, se inclina para lavar los pies de los discípulos. Esta imagen es parte integral del mensaje evangélico, del anuncio de un Dios que nos ama tanto que se inclina a nuestros pies. Esto es lo que sucede cada vez que acogemos al Señor en la oración, o en el servicio a los más pobres, y sobre todo en la santa liturgia en la que Él prepara un banquete para nutrirnos con su palabra y su propia carne.