Evangelio (Mt 22,34-40) - En aquel tiempo, los fariseos, al oír que Jesús había hecho callar a los saduceos, se reunieron y uno de ellos, doctor de la ley, le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, en la ley, ¿cuál es el gran mandamiento?». Él le respondió: «“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente”. Este es el gran y primer mandamiento. La segunda, pues, es similar a aquella: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Toda la Ley y los Profetas dependen de estos dos mandamientos."
El comentario al Evangelio de monseñor Vincenzo Paglia
«Maestro, en la Ley, ¿cuál es el gran mandamiento?». La respuesta de Jesús es inmediata y clara: el amor a Dios y a los demás es el eje en torno al cual giran "toda la Ley y los Profetas". Las corrientes religiosas del judaísmo habían codificado 613 preceptos, de los cuales 365 eran negativos y 248 positivos. Era un montón de provisiones, aunque no todas del mismo valor. Sin embargo, quedó claro cuál fue el primero: «Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor uno es. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas" (Dt 6,4-5). Así como era conocido el precepto de amar al prójimo. La originalidad de la respuesta de Jesús no reside en el hecho de que recuerda a ambos, sino en conectarlos tan estrechamente hasta el punto de unificarlos. El mandamiento del amor al prójimo se asimila al primer y mayor mandamiento del amor integral y total a Dios, por pertenecer a la misma categoría de principio unificador y fundamental. Jesús afirma que el camino para llegar a Dios cruza necesariamente el que conduce a los hombres. El amor hacia Dios y el amor hacia los demás abarcan toda la Ley. Jesús fue el primero en observar este doble mandamiento y sigue siendo el ejemplo más elevado a seguir para amar a Dios y a los demás. Jesús no antepuso nada al amor del Padre, ni siquiera su vida. Juan, el evangelista, llega incluso a decir que "sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a nuestros hermanos" (1 Juan 3,14). No sólo eso: Dios ni siquiera parece competir con el amor por los hombres; en cierto sentido no insiste en la reciprocidad del amor (es obvio que debe haberla). En efecto, Jesús no pide: "Que me améis como yo os he amado", sino: "que os améis unos a otros como yo os he amado".