Evangelio (Jn 20,19-23) - La tarde de aquel día, primero de la semana, mientras las puertas del lugar donde estaban los discípulos estaban cerradas por miedo a los judíos, vino Jesús, se puso en medio de ellos y les dijo: "¡Paz a vosotros!". Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Y los discípulos se alegraron al ver al Señor. Jesús les dijo nuevamente: «¡La paz esté con vosotros! Como el Padre me envió, así también yo os envío". Dicho esto, respiró y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A aquellos cuyos pecados perdonéis, les serán perdonados; aquellos a quienes no perdonéis, no serán perdonados."
El comentario al Evangelio de monseñor Vincenzo Paglia
Hemos leído en los Hechos de los Apóstoles el relato de Pentecostés que Lucas sitúa como acontecimiento fundacional del tiempo de la Iglesia, tiempo que comienza, precisamente, con una irrupción del Espíritu. El Bautista ya lo había previsto señalando a Jesús: "Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego" (Lc 3,16). La Iglesia nació como un pueblo reunido y guiado por el Espíritu Santo. No nace de sí mismo, sino de Arriba. El Espíritu empujó a esa pequeña comunidad a superar el miedo y salir a la plaza que, ante el estruendo que se había oído, se había llenado entretanto de una multitud de personas "de todas las naciones bajo el cielo". Todos los presentes en el cenáculo fueron llenos del Espíritu Santo: "Y comenzaron a hablar en otras lenguas" (Hechos 2:4). Podríamos decir que es la primera cara del milagro de Pentecostés: la transformación de aquel pequeño grupo en una comunidad unida por la pasión por el Evangelio. En primer plano está la comunidad, no los discípulos individuales. No es casualidad que Lucas observe que antes de Pentecostés también acababa de ser elegido el duodécimo apóstol. Hay un sujeto nuevo que es creado por el Espíritu y que es empujado a salir a comunicar el Evangelio a todos los pueblos de la tierra. Y en seguida se pusieron a hablar de Jesús: el Padre había resucitado de entre los muertos a aquel profeta que había sido crucificado. Es el corazón de la predicación cristiana de todos los tiempos. Luego está la segunda cara del milagro: la unidad de los pueblos de la tierra que se habían reunido frente a la plaza del cenáculo, provocada por la predicación del Evangelio. Lucas, con eficacia narrativa, los presenta por su nombre, como en un llamamiento, uno por uno: «Somos partos, medos, elamitas…, cretenses y árabes… extranjeros de Roma… y los oímos hablar en nuestras lenguas». Es la primera globalización realizada por el Espíritu a través de la Iglesia, esa comunidad, ese "nosotros" que quiere unir a los pueblos de la tierra. Cada uno de ellos conserva su propio nombre, su propia identidad pero, al mismo tiempo, todos empezaron a sentirse como un solo pueblo unido por el único Evangelio. Diferentes pero unidos. También hoy el mundo necesita una nueva irrupción del Espíritu. Los conflictos se han multiplicado, las injusticias se han ampliado... Es necesario un nuevo Pentecostés para este tiempo difícil y complejo. Es necesario que ese "soplo de viento" provoque nuevas convulsiones a partir del corazón de los creyentes.