Evangelio (Jn 6,44-51) - En aquel tiempo, Jesús dijo a la multitud: «Nadie puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trae; y yo lo resucitaré en el día postrero. Está escrito en los profetas: "Y todos serán enseñados por Dios". El que ha escuchado al Padre y ha aprendido de él, viene a mí. No porque alguien haya visto al Padre; sólo el que viene de Dios ha visto al Padre. De cierto, de cierto os digo, el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de vida. Vuestros padres comieron maná en el desierto y murieron; Este es el pan que desciende del cielo, para que quien lo coma no muera. Yo soy el pan vivo que descendió del cielo. Si alguno come este pan vivirá para siempre y el pan que yo le daré es mi carne para la vida del mundo."
El comentario al Evangelio de monseñor Vincenzo Paglia
El Evangelio continúa presentándonos el discurso de Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm. Al comienzo del pasaje Jesús aclara que nadie puede comprender su misterio sin la fe que el mismo Padre da. Por tanto, la fe no es fruto del esfuerzo de hombres que quizás se comprometen a practicar una vida virtuosa. La fe tiene su comienzo en Dios: "Nadie – dice Jesús – puede venir a mí si no se lo concede el Padre". Esta llegada a Jesús no es una cuestión puramente intelectual, ni es membresía en un grupo organizado con algún propósito. Vamos a Jesús con la atracción de la mente y el corazón, con convicción y pasión. La fe es una cuestión de amor total, de compromiso comprometido. Y esto ocurre de diferentes maneras, pero todas requieren un encuentro con Jesús que puede ser mediado por un hermano, una hermana, un pobre, una experiencia de oración y también por la escucha del Evangelio. La cita libre que Jesús hace del profeta Isaías (54,13): "Y todos serán enseñados por Dios", recuerda la primacía de la escucha en el contexto de la fe. Jesús sugiere que el encuentro con Dios tiene un camino privilegiado en la escucha abierta de su Palabra. En efecto, en sus palabras hay una fuerza de atracción: amplían la mente y el corazón, nos introducen en el gran plan de Dios para el mundo, nos acercan a Jesús, a su corazón, a su mente, nos permiten participar de la acción misma de Jesús entre los hombres. Por eso afirma: "Quien ha escuchado al Padre y ha aprendido de él, viene a mí", es decir, descubre el sentido de la vida y recibe el alimento que ésta sustenta. Es realmente difícil pensar que Dios pueda presentarse a través de la debilidad de las palabras evangélicas, que su amor pueda ser tocado a través del amor de sus hijos. Puede parecer más natural buscar en otra parte, en certezas aparentemente mucho más sólidas, el alimento para nuestra vida, las certezas y los afectos que puedan garantizarnos la felicidad y el apoyo. En realidad es una ilusión, todos conocemos la finitud y debilidad de las cosas humanas. Mucho mejor es confiar en un Dios que eligió las palabras de un hombre para manifestar su Palabra, que eligió los débiles signos sacramentales para darnos su fuerza. No se necesitan esfuerzos sobrehumanos para poder comprender las cosas del cielo. Quien quiera conocer a Dios debe conocer a su Hijo. Jesús deja claro que nadie ha visto al Padre excepto él. Y dirá a Felipe: "El que me ha visto a mí, ha visto al Padre" (Jn 14,9). Quien quiera comprender el misterio de Dios debe encontrarse con Jesús, debe dejarse tocar el corazón por su Palabra, por el Evangelio. Quien escucha esta palabra es atraído por Dios y recibe el pan de la eternidad, como dice claramente Jesús: "Yo soy el pan de vida; el que viene a mí, nunca tendrá hambre y el que cree en mí, ¡nunca tendrá sed!". Es el misterio que experimentamos cada vez que participamos en la Liturgia Eucarística donde los ojos del corazón se abren como los dos discípulos. Es el modo en que los creyentes encuentran al Resucitado.