Evangelio (Jn 5,17-30) - En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos: "Mi Padre actúa también ahora y yo también actúo". Por esto los judíos procuraban aún más matarlo, porque no sólo violaba el sábado, sino que llamaba a Dios su Padre, haciéndose igual a Dios. Jesús habló otra vez y les dijo: «De cierto, de cierto os digo: tú, el Hijo de sí mismo, no puedes hacer nada excepto lo que ve hacer al Padre; lo que él hace, también el Hijo lo hace de la misma manera. De hecho, el Padre ama al Hijo, le muestra todo lo que hace y le mostrará obras aún mayores que éstas, para que os quedéis asombrados. Así como el Padre resucita a los muertos y da vida, así también el Hijo da vida a quien quiere. De hecho, el Padre no juzga a nadie, sino que todo el juicio ha dado al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. Quien no honra al Hijo, no honra al Padre que lo envió. De cierto, de cierto os digo, que el que oye mi palabra y cree al que me envió, tiene vida eterna y no será juzgado, sino que ha pasado de muerte a vida. De cierto, de cierto os digo: viene la hora, y ya es, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oigan vivirán. De hecho, así como el Padre tiene vida en sí mismo, así también permitió al Hijo tener vida en sí mismo, y le dio potestad de juzgar, porque es Hijo del hombre. No os sorprendáis de esto: viene la hora en que todos los que están en los sepulcros oirán su voz y saldrán, los que hicieron el bien para una resurrección de vida y los que hicieron el mal para una resurrección de condenación. Yo solo no puedo hacer nada. Juzgo según lo que oigo y mi juicio es recto, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió.
El comentario al Evangelio de monseñor Vincenzo Paglia
El pasaje evangélico de hoy está directamente relacionado con la curación del paralítico en el estanque de Betesda. Los fariseos acusaron a Jesús de haber violado el sábado y de haber hecho pecar también al paralítico, a quien dijeron: "Es sábado y no te es lícito llevar tu camilla" (5,10). Jesús responde afirmando claramente la identidad de su acción con la del Padre que está en los cielos: "Mi Padre actúa ahora y yo también actúo". Fue una declaración que no podía dejar de crear un escándalo. Y de hecho desde ese momento la hostilidad de los líderes judíos contra Jesús se convirtió en un deseo asesino. No estaba en juego sólo la cuestión del sábado, sino la identidad misma de Jesús, su filiación divina: "Por eso procuraban aún más matarle, porque no sólo violaba el sábado, sino que llamaba a Dios su Padre, haciéndose igual a Dios". Al fin y al cabo, la filiación divina de Jesús es precisamente el corazón de su Evangelio, de la buena noticia que vino a comunicar a los hombres. Y, ante la oposición de los fariseos, Jesús reitera que es el Hijo de Dios que vino entre los hombres para realizar la obra del Padre, es decir, el plan de salvación de los pueblos. Él vino a luchar contra el mal y a reunir a todos los que han sido dispersos en una gran familia, en un gran pueblo para conducirlos hacia el destino de la plenitud de la vida. Jesús realiza en la tierra el sueño del Padre que está en los cielos. Va más allá de la regla del "sábado" precisamente porque es el comienzo del nuevo tiempo del Reino. Jesús quiere acelerar el sábado eterno cuando, como escribe Pablo, "Dios será todo en todos" (1Cor 15,28). Toda la acción de Jesús entre los hombres tiene como objetivo dar vida, que ni siquiera la muerte puede cancelar. Por eso Jesús añade solemnemente: «La hora viene –y es ahora– en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios y los que la escuchen vivirán. Porque así como el Padre tiene vida en sí mismo, así también ha permitido que el Hijo tenga vida en sí mismo." Una señal de esto será el milagro de Lázaro: Jesús hablará al Lázaro muerto, pero él oirá la voz de Jesús y volverá a la vida. Por eso Jesús insiste: "El que oye mi palabra y cree al que me envió, tiene vida eterna". Jesús no dice: "tendrá vida eterna", sino "tiene vida eterna". Quien acoge el Evangelio en su corazón recibe desde ahora la semilla de la inmortalidad. Ante nuestra debilidad y nuestra precariedad, estas palabras fermentan toda nuestra existencia y la arrebatan del abismo de la nada porque nos unen al Señor resucitado. La eternidad ya ha comenzado en Jesús y en quienes se unen a Él. Quien haya escuchado la voz de Jesús en esta vida, cuando se abran los sepulcros al final de los tiempos, todavía la oirá y la reconocerá. Y el reino de los cielos, que ya habitaba en él, alcanzará su plenitud.