Manda con una palabra y mi siervo será sanado.
M Mons. Vincenzo Paglia
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Evangelio (Lc 7,1-10) - En aquel tiempo, Jesús, cuando terminó de hablar todas sus palabras a la gente que le escuchaba, entró en Cafarnaúm. El sirviente de un centurión estaba enfermo y a punto de morir. El centurión lo quería mucho. Entonces, habiendo oído hablar de Jesús, le envió algunos ancianos de los judíos para pedirle que viniera a salvar a su siervo. Cuando se acercaron a Jesús, le rogaron insistentemente: "Él merece que le concedáis lo que pide - dijeron - porque ama a nuestro pueblo y fue él quien construyó nuestra sinagoga". Jesús caminó con ellos. No estaba lejos de casa cuando el centurión envió unos amigos a decirle: «¡Señor, no te molestes! No soy digno de que entres bajo mi techo; por esto yo mismo no me consideré digno de venir a vosotros; pero di la palabra y mi siervo será sanado. De hecho, yo también estoy en condición de subordinado y tengo soldados debajo de mí y le digo a uno: "¡Vete!", y él va; y a otro: “¡Ven!”, y viene; y a mi siervo: '¡Haz esto!', y lo hace." Al oír esto, Jesús lo admiró y, volviéndose hacia la multitud que lo seguía, dijo: "¡Os digo que ni siquiera en Israel he encontrado una fe tan grande!". Y cuando los mensajeros regresaron a casa, encontraron al criado sano.

El comentario al Evangelio de monseñor Vincenzo Paglia

Jesús entra en Cafarnaúm. Aquí hay un centurión romano, un pagano que, a pesar de ser el representante del opresor, muestra especial atención hacia los judíos, tanto que incluso les ayudó a construir la sinagoga de la ciudad. Sin embargo, está muy preocupado por la grave enfermedad que ha afectado a uno de sus sirvientes. Sabe bien que, como pagano, no puede atreverse a acercarse a ese maestro. Tres actitudes emergen en este centurión romano: las dos primeras son el amor a su siervo (lo trata como a un hijo) y la confianza ilimitada en el joven profeta de Nazaret; el tercero es la indignidad que siente frente a ese joven profeta, hasta el punto de que no se considera digno de acudir a él. Mientras Jesús se acerca a su casa, envía a otros amigos para decirle que no se moleste más. Su fe le hace pronunciar aquellas palabras que todavía hoy todos los cristianos repiten durante la liturgia eucarística: "No soy digno de que entres bajo mi techo... pero di la palabra y mi siervo será sanado". Este centurión pagano se convierte en la imagen del verdadero creyente, es decir, de aquel que reconoce su propia indignidad y cree en el poder de la palabra de Jesús: uno solo basta para salvar y ser salvo. Las palabras que salen de la boca de Jesús tienen la fuerza de Dios y su amor. Jesús, al oír las palabras que le fueron comunicadas, admiró a aquel centurión y, volviéndose hacia la multitud que lo seguía, dijo de él: "¡Os digo que ni siquiera en Israel he encontrado una fe tan grande!".