Evangelio (Lc 10,21-24) - En ese mismo momento Jesús se alegró en el Espíritu Santo y dijo: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, que has escondido estas cosas a los sabios y a los sabios y las has revelado a los pequeños. Sí, padre, porque así te gustaba. Todo me ha sido confiado por mi Padre y nadie sabe quién es el Hijo sino el Padre, ni quién es el Padre sino el Hijo y cualquiera a quien el Hijo quiera revelarlo." Y volviéndose a los discípulos, que estaban aparte, dijo: "Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis. Os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron".
El comentario al Evangelio de monseñor Vincenzo Paglia
Por la tarde, cuando regresan a Jesús, los setenta y dos le cuentan las maravillas que pudieron realizar entre la gente. Jesús, al escucharlos, también se alegra y confirma sus experiencias: "Vi a Satanás caer del cielo como un rayo". Es la alegría que nace en la comunidad cristiana: cada vez que se comunica el Evangelio y se ve al mal retroceder vencido por la fuerza del amor. En verdad, es un verdadero poder el que el Señor confía a sus discípulos de ayer y de hoy: "Os he dado potestad de caminar sobre serpientes y escorpiones y sobre toda fuerza del enemigo: nada podrá dañaros". Son palabras que nunca debemos olvidar, como lo hacemos a menudo de manera irresponsable: el mal no puede hacer nada frente al bien realizado por el Evangelio. De ahí la alegría de los discípulos de Jesús, que ya es grande en la tierra al ver cambiar el mundo. Pero será aún mayor al saber que nuestros nombres están escritos en los cielos, es decir, en el corazón mismo de Dios, esto significa que en cada gesto de amor está ya el cumplimiento o, si se quiere, el destino en el que se encuentra. somos directos: la plenitud del reino. En ese momento, Jesús, todavía conmovido por lo sucedido aquel día, levanta los ojos al cielo y agradece al Padre porque ha elegido confiar el secreto de su amor a aquellos pobres discípulos que se han confiado a él. Es una dulce oración que brota del profundo amor que Jesús tiene por el Padre y por aquellos discípulos. Después de orar, se vuelve hacia aquellos setenta y dos y pronuncia una bienaventuranza que se extiende a lo largo de los siglos: "¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis!". También a nosotros se nos concede la gracia de "ver", de vivir directamente con Jesús participando en la vida de la comunidad de creyentes.